Un simple cuaderno

Era obvio. Ahora que lo pienso era algo completamente obvio. Apenas mi hermano me habló de su traslado, y de sus complicaciones para la logística de una mudanza internacional, debí haberlo sabido. Pero me habló con esa sonrisa repleta de dientes que nunca muestra y logró engañarme. Por un momento, pensé que la cosa iba a ser fácil. Él se mudaba a Brasil y me dejaba ocupar a mí, por fin, lo que siempre había sido de los dos en los papeles pero nunca en la realidad: la casa donde habíamos crecido.

Así que cuando hice girar la llave en la cerradura mi felicidad era, como decirlo… descabellada. Por eso cuando abrí la puerta fue como si me hubiera dado un planchazo Martín Karadagian. Me dolió el cuerpo entero y me enojé conmigo, con él y con el mundo, ya que estábamos. Giré la cabeza y miré al chofer del camión de mudanza, que seguía con la misma cara de nada que una hora atrás cuando había cargado los muebles en mi ex casa. La situación era la siguiente: tenía un camión repleto de cajas y demás bártulos frente a mi nuevo hogar. El problema era que la casa donde debía descargar todo estaba repleta de los muebles de mi hermano. Era como si todavía estuviera viviendo ahí. Ni siquiera se había molestado en apagar las luces. Nada.

Después de una recorrida rápida pude ver que solo se había llevado su ropa. El resto estaba intacto. En la cocina todavía estaba la pava eléctrica cargada con agua, platos con migas sobre la mesada y una repasador húmedo que comenzaba a oler mal.

Tenía que decidir con rapidez lo que iba a hacer. Era imposible descargar mis cosas allí. Pero tampoco podía dejar al camión de mudanza en una espera eterna. Así que mientras caminaba lentamente por los pasillos que tantas veces había recorrido a los saltos, me pregunté qué habría dejado mi hermano en la biblioteca. Mi lugar preferido, el que siempre había soñado llenar con mis libros y carpetas, estaba lleno de sus libros de psicología. Les acaricié en el lomo sin dejar de caminar, como quien acaricia a un perro con la desconfianza de lo desconocido. Y de pronto mis dedos se trabaron en un lomo distinto. Era un cuaderno. Lo abrí, sin preguntarme por qué estaba invadiendo algo que no era mío. Di un paso para atrás cuando vi lo que había adentro. Era un diario, o algo así. Recordé de repente todos los diarios que había llenado de palabras en mi niñez y me pareció imprudente que semejante intimidad quedara a la vista de todos, sin un mísero y frágil candado como protección. Pero estaba ahí, entre mis manos, con esas palabras que buscaban ser leídas.

Al fin y al cabo, ¿las palabras son palabras si no hay un otro que las interprete? Y, ¿quién soy yo para insultar de esa manera a las palabras? Con todas esas excusas en mente, me senté en un sillón y me puse a leer. No voy a decir acá lo que leí, seria una invasión imperdonable a la intimidad. Pero sí voy a decir que me costó muchísimo reconciliar la imagen del hermano que convivía conmigo con la del autor de texto. Por un segundo me pregunté si todo sería ficción, si eso no era, simplemente, novela en primera persona. No. Era él, era su alma despojada de toda cubierta. Sentí que lo estaba mirando desnudo, que podía verle hasta los huesos. ¿Había realmente sufrido lo que narraba? ¿Dónde estaba yo en los eventos que él relataba? ¿Podía mi mirada ser tan opuesta a la suya? Yo había vivido toda mi infancia y adolescencia junto a él… pero me resultaba doloroso repensar mi vida y volver a armarla secuestrando sus palabras. ¿Por qué mis ojos ni siquiera habían mirado todo lo que él había visto?

No sé cuánto tiempo habrá pasado, pero la bocina del chofer del camión me sacó de mi estado de ensoñación. Miré por la ventana y pude distinguir, a través de la cortina cerrada, al hombre que se acercaba. Tocó el timbre una, dos, tres veces. La cuarta vez pareció eterna. Estuve a punto del levantarme del sillón para explicarle que no iba a poder descargar el camión. Pero no me moví. Después de todo, sus recuerdos de aquel momento iban a ser tan distintos a los míos que no me pareció que valiera la pena explicarle nada.

© 2022 – Cecilia Barale

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