La noche oscura

Corrió tan rápido como pudo. Tenía mucho frío a pesar del sudor que le bañaba la frente. Pero debía correr. Correr los más lejos posible.

Los tacos altos se clavaban en la tierra húmeda y cada vez le costaba más levantar las piernas.

Luego de cientos de confusos pasos, tropezó con un árbol. Lo había logrado, ya estaba en el bosque. Allí no la encontrarían. Se había escapado. Era libre.

Había atravesado el campo vacío y ya estaba segura. Intentó calmarse, darse ánimo. Sabía que cualquier cosa que la apartarse de su objetivo de huir era perder el tiempo. Y el tiempo valía oro. Eso ya lo sabía de sobra.

Pero estaba agotada. Apoyó su espalda contra un tronco y, por fin, respiró profundamente. Se pasó la mano por el rostro casi congelado. Todavía tenía mucho frío a pesar de los 30 grados que la circundaban. Forzó una sonrisa para asegurarse de que sus músculos aún funcionaran. Miró hacia el lugar de donde se había ido. A lo lejos, divisó las luces rojas y la música provenientes de aquella casa. Estaba segura de que todavía nadie se había dado cuenta de su ausencia. Se llevó la mano al pecho y por primera vez en su huida, sintió calma.

Se cruzó de brazos y se frotó tratando de subir la temperatura de su cuerpo. La pequeña musculosa y la falda que llevaba puesta no eran de ayuda. Cuando sintió que su respiración se normalizaba, apartó la vista de la casa lejana. Sus ojos volvieron a taladrar la oscuridad. Tenía que seguir su viaje. Se quitó los zapatos y caminó con los brazos extendidos hacia delante para no tropezar con los árboles. A medida que se alejaba, las luces rojas se fueron haciendo imperceptibles. Daba igual. Ella ya no iba a mirar atrás.

Siguió caminando hasta que el cansancio la obligó a detenerse. Esta vez, se inclinó y se frotó las piernas desnudas.

De repente, escuchó el rugido de un automóvil. Se sobresaltó e intentó descubrir hacia adonde tenía que ir para encontrar la ruta.

Ahora solo tengo que pedir ayuda, pensó.

La espesura de la noche se esfumaba a medida que se movía. Por fin, sintió que tocaba el asfalto. Se colocó los zapatos y comenzó a caminar sin dejar de mirar a los costados, rezando para que nadie saliera de la oscuridad y la arrastrara nuevamente hacia aquella casilla. Observó dos faros blancos que inundaron la noche. No pudo evitar tener miedo.

Debía arriesgarse. No sobreviviría sola mucho tiempo. Levantó los brazos e hizo una seña. El automóvil disminuyó la velocidad y frenó muy cerca de ella. Corrió hacia el vehículo. El conductor bajó la ventanilla y estiró el cuello para poder verla.

–Ayúdeme, por favor – rogó ella con la voz quebrada.

El hombre abrió la puerta del acompañante. Silvia dio la vuelta rápidamente y, sin pensarlo, se subió. La falda se levantó y dejó a la vista sus piernas. Ella temblaba. Miró al conductor. Era un hombre canoso y con varios kilos de más. Antes de que ella pudiera articular palabra, él le apoyó la mano en la pierna e intentó acariciarla. Ella quedó inmóvil. Sintió la mano febril del hombre, pero el frío de la alianza que llevaba en el dedo anular, frotándole la piel, le produjo un escalofrío. Ella buscó sus ojos, pero él seguía observando sus piernas. A medida que el hombre deslizaba sus manos, sus músculos se tensaban. De repente, colocó su mano sobre la de él y lo detuvo.

El conductor tenía la cara bañada en sudor, las mejillas infladas y apenas rojas le recordaron a una manzana rancia. A pesar de todo, el viejo sonrío. Y ella ya no vio a un hombre. Vio a un monstruo, con varias manos y una cabeza gigante. Vio a un monstruo que la quería comer y que abría su inmensa boca solo para lastimarla. Vio a uno de los tantos monstruos que iban a la casilla todas las noches, todos los días, y a los que solo les importaba su propia satisfacción. Lo odiaba. Y en él odiaba a todos y cada uno de los clientes que alguna vez había atendido. A todos y cada uno que la habían tocado y la habían privado del disfrute que debía llegar con el tiempo pero que ya no iba a llegar nunca. Porque ellos la querían ahora, la querían joven, delgada, sin formas. La querían niña.

El hombre hizo fuerza para volver a tocarla, ella levantó el brazo y dirigió su mano hacia el rostro del tipo. Su rostro se relajó exigiendo una caricia. Pero ella lo golpeó con todas sus fuerzas. Él gritó y ella bajó del automóvil y comenzó a correr para que volviera a tragarla la noche.

El hombre trató de alcanzarla. Ella se dio vuelta y vio sus horribles ojos hundidos que ahora parecían rojos de la furia. Corrió unos metros detrás de ella antes de detenerse, agitado, al costado del camino. Se agachó e intentó tomar aire. A ella le parecía seguir oyendo su respiración. Ella ya no veía el camino, no veía donde pisaba. Solo sabía que allí ,donde alguna vez pensaba llegar, probablemente ya no llegaría nunca. Y se detuvo. Se agachó. Lloró. Y entonces lo sintió cerca. Sabía que el monstruo venía, se acercaban sus pasos torpes. Esperó. En cuclillas como estaba, esperó su llegada. Ya no iba a tener miedo. Palpó el piso hasta encontrar una piedra. La tomó entre los dedos. Era grande, más grande que su mano, pero sus dedos no la soltaban. Esperó hasta tenerlo detrás. Pensó que iba a sentir sus manos pegajosas en sus hombros, pero él la pateó. Ella cayó hacia adelante y se astilló el pecho con un tronco, pero ni siquiera entonces soltó la piedra. Se puso de pie, con lentitud, enfrentándolo. Ya no habló, no preguntó. Como siempre que estaba con uno de ellos, era como si no tuviera voz. Levantó la mano sobre la cabeza. Y lo golpeó. La primera vez, trastabilló y cayó. El golpe le había dado de lleno en la nariz. Él estaba atrapado entre su torpeza innata y la sorpresa. Y ella volvió a atacarlo. Esta vez la piedra cayó de lleno en su cabeza. Y se desplomó. Tal como ella se desplomaba hombre tras hombre, exactamente igual. Rezando por piedad. Pero sin recibir nada a cambio.

Recién entonces se dejó caer. A su lado, un cuerpo inerte.

A su lado, ese hombre que no iba a ayudarla nunca. Pero tampoco le iba a hacer daño.

Nunca había pensado en catorce años de vida cómo se sentiría matar a un hombre. Tampoco estaba segura de haberlo matado. No le importaba. ¿Por qué tendría que importarle, después de todo?

Y así, se puso de pie y se dio cuenta de que estaba perdiendo tiempo.

Todo había empezado con una huida. Y ahora estaba allí, al lado de alguien que no sabía quién era, y sin saber qué hacer.

Entonces empezó a caminar. Apenas unos metros más adelante se detuvo. Volvió sobre sus pasos. Se acercó al hombre y se agachó. Buscó entre sus pertenencias hasta que encontró su billetera. Sacó todos los billetes que había y se los puso en el bolsillo. Luego miró hacia la piedra que estaba al lado del hombre y la recogió con dificultad.  Se la llevó hasta el pecho y se fue. Caminando sin prisa. Sabía que ya era tarde para volver atrás. Porque a pesar de tener solo 14 años comprendía perfectamente que ya no podía volver al sitio del que escapaba.

Sonrió porque ya no tenía miedo.

Supo por primera vez que podía enfrentarlos. Que ella también podía ganar. Si estaba vivo o muerto, no le preocupaba.

Sonrió porque sabía que ese hombre iba a aquella casilla llena de niñas. Sonrió porque sabía que al menos una de ellas, esa noche, tendría un cliente menos. Y una pesadilla menos.

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