El cardenal de las sombras

Anapú, Brasil.

Milton caminaba por el angosto sendero de tierra y sentía que no iba a llegar jamás.

El sol abrazaba la tierra como si quisiera estrangularla. Los árboles que lo rodeaban formaban majestuosas estatuas vivientes de color verde.

El Amazonas era perfecto. A pesar de ese calor que te quemaba el interior del cuerpo, a pesar de la envolvente humedad que a veces no te dejaba respirar. A pesar de todo.

Y, sin embargo, Milton lo odiaba. Con todo su ser. Con furia. A veces quería prender fuego todos los árboles para escapar de su sombra. Odiaba el verde de las plantas, odiaba el olor a tierra húmeda, odiaba el cantar frenético de las aves. Quería irse y no volver jamás. Aunque, por lo general, creía que ni eso sería suficiente. Quería que toda la selva se transformara en una enorme masa de tierra muerta. Había dejado su vida entera en ese lugar maldito y, ¿para qué? Un escozor le recorrió la espalda al pensar en eso. Él no se consideraba una persona ni muy sabia ni muy instruida, pero había algo que tenía muy en claro: aquel idiota que intentara luchar contra la naturaleza iba a perder. Se reía al pensar en toda la gente que daba su vida por no pertubar al medio ambiente. Él también había sido uno de esos idiotas, pero eso ya le parecía en otra vida. Tan lejano que a veces le costaba recordarlo. Milton sabía que el juego era injusto, de eso no tenía ninguna duda. El hombre tenía las de perder, pero era tan necio que no podía verlo.

Recordó su infancia en el Amazonas con algo parecido a la nostalgia. Se vio jugando, libre, sin necesitar nada más que tiempo. Hizo un gesto con la boca, ojalá hubiera conservado algo de su inocencia de niño. Pero no, los años que siguieron no habían estado desprovistos de experiencia. Él había luchado mientras podía, pero ya no podía más. Los últimos años de su vida habían sido un martirio. Aún sin verse a un espejo, él sabía que era otra persona. Apenas un cáscara de su pasado, Algo que caminaba, dormía a veces, comía cuando podía, pero tenía un vacío en su interior que parecía no tener fin.

Milton, el andrajoso hombre que ahora deambulaba por la selva, sabía que no tenía futuro.

Se llevó la mano al estómago y se miró los dedos. Tenías las uñas largas y sucias. Si miraba sus pies habría visto sus puntiagudos dedos saliendo de sus zapatillas de tela raída. Pero él no tenía ganas de mirarse. Había perdido bastante peso en los últimos meses. Se preguntó cuándo había sido la última vez que había comido y no pudo recordarlo. Esperaba que pronto todo terminase. No tenía ni idea a dónde iba a ir luego, pero la idea de escaparse de allí era lo único que lo aferraba a algo parecido a una esperanza. Pequeña, lejana, a veces hasta ingrata, pero una esperanza al fin.

Un ruido lo sobresaltó. Se detuvo y aguzó el oído. Sabía perfectamente que nadie podía verlo y podía esconderse en aquel lugar que conocía tan bien sin ninguna dificultad. Pero apenas escuchó un ruido metálico, también supo que no lo estaban buscando a él. En algún sitio cercano, que según de dónde viniera el viento podía ser a metros o kilómetros, alguien estaba manejando una procesadora, una de esas máquinas gigantes que usaban para derribar y tronzar árboles. Casi de inmediato escuchó el sordo ruido de un árbol al quebrase. Sabía que a ese sonido le seguirían varios iguales, idénticos, como si fuera un grito de auxilio que solo él podía escuchar. Y luego vendría el fuego. El fuego que serviría para que la tierra arrasada fuese apta para la cría de ganado.

Detuvo su paso lento un instante. A él ya no le quedaba nada, y sin embargo, los árboles seguían brotando. A pesar de que hacía años venía escuchando que estaban arrasando el Amazonas, parecia que siempre quedaba algo en pie para destruir. Era una guerra, pero nadie parecía entenderlo. Cerró los ojos e intentó buscar dentro de él algo que lo hiciera detener su marcha, algo que aún le importara. Pero no había nada. Se dijo a sí mismo que podías arrasar con un bosque entero pero si dejabas el mínimo rastro de una raíz, la vida iba a ganar en algún momento. Eran solo árboles, y sin embargo, para él tenían la fuerza de los dioses. Había que quemarlos, echarles querosén, quebrar sus raíces para destruirlos. Y aún así, si el tiempo pasaba y el verdugo se distraía, en algún lugar se veía otra vez un brote verde. Esa dicotomía lo venía haciendo pedazos hacía años. Odiaba esos bosques, por ellos había perdido todo. Pero también sabía que allí había una forma de justicia que no había en el mundo humano.

Siguió caminando, intentando concentrarse en el cantar de los pájaros que pronto no tendrían árboles en donde refugiarse. Pero ahora estaban allí, cantando a pesar de todo, con él como único público. Le quedaba poco tiempo allí pero sabía que su huida no afectaría a nadie. Ya casi nadie le hablaba en el pequeño pueblo en el que vivía. No sabía de qué manera iba a lograr sobrevivir, cómo iba a acomodar su vida en otro sitio, con otra gente. Solo sabía que necesitaba dejar el Amazonas atrás y nunca más volver. No volver a pensar en lo que sucedía allí. Se dio cuenta de que él iba a ser la última persona en caminar entre esos árboles. Tampoco le importó.

Se sintió sabio porque él entendía algo que los demás no comprenderían nunca: en algún momento, un pequeño brote verde se haría lugar entre la tierra gris. Y la vida volvería a triunfar. A pesar de los hombres.

Siguió caminando, zigzagueando entre los árboles y las plantas. El aire húmedo le atravesaba los pulmones. Apenas un rayo de sol se colaba entre el follaje y le rozaba la piel, él se estremecía.

Se preguntó si faltaría mucho, tenía las piernas cansadas y cada vez le costaba más levantar los pies cuando se hundían en el fango. Las rodillas le temblaron de repente. No podía estar muy lejos, ya había caminado más de cuarenta minutos.

Los pájaros seguían cantando, ajenos no ya solo a las topadoras sino a las voces en su cabeza que no podía acallar. Transpiraba. Se limpió el rostro y sintió los huesos de sus dedos rasparle las mejillas. Faltaba poco. Tenía que seguir. Caminó más de diez minutos intentando no pensar.

Cuando el cansancio estaba a punto de vencerlo, se detuvo. Supo que había llegado.

Debajo de un inmenso árbol, una casucha hecha de maderas que aún estaban verdes modificaba el paisaje como una cucaracha en medio de un blanco living. No sintió nervios, no sintió nada. Supo que no tenía tiempo de pensar, de arrepentirse. Tenía que hacer lo que había ido a hacer. Se palpó la cintura. El arma estaba ahí, disimulada entre la holgada ropa que llevaba puesta.

Se dirigió a la casa y miró a su alrededor. Diez segundos después pateó la puerta, que estalló al contacto con su zapatilla rota. El tiempo se detuvo. Tardó un segundo en recordar de que tenía el arma en la mano. Apuntó. Disparó. El ruido sordo de proyectil despidiéndose del arma no llegó a escucharse.

Una mujer yacía en la cama. No se había despertado con el ruido de la puerta estallando. Tampoco cuando el disparo le atravesó el pecho. Nunca más abriría los ojos. Milton se acercó hasta la precaria cama y la miró. Estaba muerta. A su lado varias botellas vacías explicaban por qué no había logrado escuchar el ruido.

Giró sobre sus talones y pateó una botella mientras se alejaba. Miró hacia atrás por última vez. Había matado a una mujer pero no le pareció importante. Sabía que pronto crecería vida allí donde él había sembrado muerte.

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