Paula se refregó los ojos y miró alrededor. No recordaba dónde estaba y por un instante se preocupó. De repente, sintió una mano sobre su estómago.
—Hola —él simplemente habló y ella tardó un buen rato en reaccionar. Miró a su alrededor otra vez, como si buscara un apuntador que pudiera dictarle qué decir.
—Hola… —respondió ella lacónica y lo miró. No lo recordaba, no recordaba nada de ese hombre de aliento etílico y aspecto serio. Un leve reflejo que entraba de una ventana le hacía brillar la cabeza calva. Tenía los ojos hundidos y separados. Paula no podía distinguir de qué color eran. Él hombre le acarició el cabello y luego se tocó la sien como si le doliera la cabeza. Tuvo la sensación de que él iba a decir algo pero se detuvo.
Paula sintió una arcada al imaginarse a ese hombre dentro de ella.
—Estoy… apuradísima —dijo mientras se levantaba de la cama. Se tapó con la sábana blanca y por el espejo que colgaba al otro lado de la habitación, observó al hombre desnudo. El hombre le sonrió al encontrar sus ojos en el espejo. A pesar de que no lo conocía, tuvo la sensación de que era una sonrisa triste, forzada. Ella sonrió, sintió una mezcla de vergüenza y pena. No tenía ni idea donde estaba su ropa. Observó la habitación, pero solo pudo distinguir los pantalones y el saco de vestir del tipo.
—¿Mi ropa? —preguntó ella tratando de sonar natural.
—¿Podrías quedarte un rato más? —Su voz era ronca y varonil pero a ella le llamó la atención su tono. Un tono que ella conocía bastante bien, la rabia.
Ella negó con un gesto y lo miró sonriendo.
—¿Dónde dejé todo? —inclinó la cabeza e hizo una mueca con la boca, intentando que él no pudiera resistir su pedido.
—Allí —señaló el televisor que estaba sobre una esquina del lugar.
Paula se acercó y, mientras con una mano recogía el vestido negro lleno de lentejuelas que recordaba haberse puesto la noche anterior, con la otra encendió el televisor.
El aparato tardó varios segundos en mostrar una imagen nítida. Un hombre en un escritorio daba las noticias de la mañana.
“Las bolsas del Asia se desplomaron ayer cayendo más de 12%. En sintonía con este revés bursátil, las bolas de Estados Unidos, Europa y los principales países de América Latina también están cayendo y varios analistas creen que esta es la peor crisis que vivió la humanidad. Luego de la crisis por la escasez de alimentos, hoy nos enfrentamos a…“
Paula dejó de escuchar. En el bufete estarían preocupados por ella.
Volvió a preguntarse cómo había llegado allí. Apoyó una mano en la pared y sintió algo pegajoso entre los dedos. Frunció los labios. Supuso que la pared habría sido empapelada en la década del ochenta e hizo la cuenta mental de cuantas manos llenas de sustancias viscosas se habrían apoyado allí. Volvió a mirarse los dedos y se los pasó por la pierna para quitarse la sensación de suciedad.
Cuando se estaba calzando los zapatos de taco, una imagen en el televisor la paralizó. Una muchedumbre se enfrentaba con la policía frente a un edificio.
Paula se acercó al aparato y se quedó de pie, inmóvil. El hombre seguía recostado ahora con las manos debajo de la nuca. La observaba allí y podía distinguir algunas escenas de pánico de las cuales ella tapaba el centro.
—¿Qué sucedió? —le preguntó en voz alta como para sacarla del trance en el que parecía estar.
Ella se dio vuelta y volvió a observarlo. Cada vez que posaba sus ojos sobre él le parecía más desagradable.
—Explotó el lugar donde se reunían por lo de la expropiación de tierras. —Cuando terminó la frase, sintió una sensación extraña, como si estuviera fuera de su propio cuerpo viviendo todo aquello. Pensó que estaría mareada por todo el alcohol o lo que sea que hubiera consumido anoche. De repente notó una mirada extraña en su compañero.
—Me tengo que ir —dijo y su sonrisa se había esfumado de su rostro. Se levantó más rápido de lo que su cuerpo parecía permitirle. Tomó del suelo un traje oscuro que ella juzgó carísimo, se agachó con dificultad y sacó un maletín negro de abajo de la cama. Se vistió con rapidez sin soltar el maletín y se acercó a saludarla. Ella intento resistir la cercanía pero él la tomó por la nuca y le estampó un beso tan húmedo como desagradable.
—Te llamo —dijo y blandió una tarjeta de la mujer.
—¡Qué imbécil! Le di hasta mi tarjeta, por Dios… —dijo en voz alta cuando escuchó el ruido de la puerta. De repente volvió su mirada hacia el televisor y observó que el conductor hablaba de al menos doce muertos, entre ellos varios importantes funcionarios de gobiernos latinoamericanos.
—Mierda, el mundo está cada vez peor, por favor — apagó el televisor y observó su silueta en la pantalla negra. Me queda bien, pensó y se pasó una mano por el cuerpo, Con razón tuve esa noche de amor con el gordito. Rio en voz alta; su sentido del humor estaba intacto. Tomó la cartera que yacía sobre una silla y se cerró la puerta de la habitación tratando de no hacer demasiado ruido. Dentro de su cartera vibró su móvil. Atendió sin mirar quién llamaba mientras se dirigía hacia el elevador.
—Paula, Paula ¿Dónde estás metida? —La persona del otro lado de la línea rio—. Aquí están esperándote de bastante mal humor. Los clientes están por llegar. Se supone que llegarías temprano hoy para terminar de organizar…
—Estoy yendo —dijo y se preguntó cómo podía haberse olvidado que ese era el día de la reunión con los representantes de la empresa gasífera más importante de Latinoamérica. Hacía meses que estaba esperando el momento de firmar el contrato del nuevo gasoducto que uniría Argentina y Bolivia. Definitivamente, anoche había tomando algo más que vino. La puerta del elevador se abrió y en el espejo vio los reflejos de las lentejuelas de su vestido—. Voy a tardar un poco, tuve un problema, se rompió el coche —mintió. De ninguna manera podía presentarse así vestida en el bufete.
—Tomate un taxi, un uber, lo que sea pero tienes que estar aquí en diez minutos, ya estamos todos reunidos. Sos la única que falta. Los clientes deben estar por llegar y si el Dr. Gaztizabal no te ve aquí pronto creo que…
—Trataré de estar allí lo antes posible —respondió y rogó estar cerca de su casa para lograr cambiarse y estar en la oficina en media hora.
Apenas salió del lugar los rayos del sol se le clavaron en los ojos como dardos. Se llevó la mano a la frente para cubrirse. Maldijo el no tener sus gafas oscuras. Tardó unos segundos en darse cuenta dónde estaba. Miró hacia atrás y vio el horrible hotel en el que había pasado la noche. Observó las paredes grises y las únicas dos ventanas que daban a la calle. Movió la cabeza disgustada. Un automóvil que pasaba por allí y bajó la velocidad. Un conductor entrado en años la miraba de arriba abajo. Estuvo segura de que el tipo pensó que era una prostituta. Tenía que cambiarse de ropa de inmediato. Intentó frenar a tres taxis pero todos siguieron de largo. Le tocaba darle la razón a sus amigas, finalmente tendría que descargar la aplicación para pedir un coche.
A lo lejos, observó a un vehículo algo viejo que se acercaba manejado por una mujer. Le hizo una seña y la mujer frenó.
Le dio la dirección de su casa e intentó evitar mirarla a los ojos. De vez en cuando, la conductora intentaba entablar una conversación pero ella respondía con un monosílabo y evitaba hacer contacto visual. Se sentía incómoda. No solía vestirse así, ni siquiera si tenía alguna salida con alguien que le gustaba, y sin embargo allí estaba ahora, con un vestido de lentejuelas que dejaba ver sus piernas por completo y unos tacos altos terriblemente y incómodos a plena luz del día. Solo pensaba en llegar a su casa y cambiarse de ropa. Sabía que en el bufete iban a poner el grito en el cielo al verla llegar con tanto retraso, pero ya no había nada que hacer.
La firma había sido adquirida por otro estudio de abogados y habían comenzado a hacer cambios. Paula estaba segura de que la intención de los nuevos socios era deshacerse de ella en cuanto tuvieran una oportunidad. Y ella se las estaba dando en bandeja. Infló las mejillas y se puso a rogar que los clientes se demoraran un buen rato. Se preguntó si aquella mañana habría alguna manifestación de esas que eran tan corrientes en Buenos Aires y que hacían que circular con un automóvil por la ciudad fuera una verdadera pesadilla. Eso le daría un buen rato para llegar y preparase para la reunión.
Los últimos meses habían sido caóticos. Paula siempre llegaba con retraso al trabajo y se iba temprano. Había sido de esa forma desde que había entrado a trabajar allí, hacía más de siete años. Pero ahora no estaba su antiguo jefe para seguir protegiéndola. Las nuevas autoridades no habían hecho grandes cambios en la estructura del bufete, pero el Dr. Ángel Pino había sido el primero en ser removido. Era un hombre de casi sesenta años y ya no le causaba placer empezar a jugar con otras reglas luego de tantos años de profesión. Ángel Pino se había recibido con honores en la Universidad de Buenos Aires y había fundado el estudio junto a una socia que aún permanecía en la firma. El estudio tenía unos veinte empleados en total. Era pequeño pero prestigioso y, en un punto, estaba comenzando a ser una molestia para ciertas corporaciones a las que enfrentaban en la Corte y a las que siempre les ganaban.
Fue entonces cuando comenzó a circular el rumor de que uno de los estudios más importantes de Buenos Aires tenía la intención de lograr una fusión con Pino Invernizzi & asociados. Aunque más que una fusión era una absorción. Ángel Pino había sido el primero en irse, pero otros seis abogados habían seguido su camino. A pesar de que Paula no tenía la más mínima gana de seguir trabajando allí, sabía que no era momento para un cambio de rumbo. Un divorcio y un cambio de trabajo serían demasiado estrés junto.
Por supuesto que los abogados que habían sobrevivido a la fusión ahora trabajaban en una de las más exclusivas zonas de Puerto Madero. Tres pisos en uno de los edificios más modernos y exclusivos de Buenos Aires. Paula extrañaba terriblemente su despacho anterior, con la puerta que apenas se cerraba, en un apartamento que daba al pulmón de manzana en pleno microcentro porteño. Ahora todo era vidrio y paredes blanquísimas. Y un constante ir y venir de gente con la que nunca tenía tiempo para hablar. Paula tenía el íntimo deseo de que las cosas se fueran acomodando con el tiempo, esperaba volver a sentirse a gusto trabajando, volver a sentirse cómoda con sus colegas. Esperaba salir pronto de ese estado depresivo en que la había sumergido su divorcio y del que trataba desesperadamente de salir a costa de copas y salidas hasta la madrugada.
Los últimos meses de su matrimonio habían sido tan caóticos que finalmente, cuando logró que su marido aceptara un divorcio de común acuerdo, sintió una mezcla de alivio con profundo dolor. Había salido a festejar la noche anterior a pesar de saber que tenía una reunión muy importante. Había tomado más de la cuenta y ahora solo pensaba en no perder su trabajo; al menos no aquel día.
Mientras le pagaba a la conductora, creyó que comenzar así su nueva etapa no era lo ideal. Se encogió de hombros y entró a su casa. El lugar estaba en completo silencio. Abrió la puerta con sigilo, aún le quedaba la costumbre que había adquirido al intentar no despertar a su marido cada vez que llega a su casa por la madrugada. Revoleó las llaves sobre la mesa del comedor y corrió hasta su habitación. Abrió el placar con desesperación y buscó entre la ropa desordenada. Desde que su marido se había ido de la casa, ya no ordenaba absolutamente nada. Era un acto de rebeldía en respuesta a tantos años de estricto orden en todos los niveles de su vida. La mayoría de las prendas estaban sin planchar, pero no podía seguir perdiendo tiempo. Tomó dos faldas y dos sweaters, eligió los menos arrugados, luego buscó unos zapatos negros debajo de la cama. Se vistió y se fue tan rápido como había llegado.
Una vez en la oficina, lo primero que vio fue el rostro tenso de su jefe. El hombre tenía los brazos cruzados. Mal indicio. A pesar de trabajar con él desde hacía pocas semanas, ya sabía que cada vez que se cruzaba de brazos era porque estaba a punto de dar una mala noticia. La mujer comenzó a caminar con lentitud, intentaba evitar que él notara lo nerviosa que estaba. Le sonrió por un segundo y luego se mordió el labio. La expresión del hombre no había cambiado. Ella estuvo segura de que a partir de ese momento estaba sin trabajo.
—Una hora y cuarenta y ocho minutos tarde —dijo Jorge Gaztizabal mientras se descruzaba de brazos y se pasaba la mano por el tupido cabello moreno—. Creí que nos estábamos entendiendo. Creí que ya había quedado claro que…
—Mil disculpas —interrumpió ella y forzó una sonrisa. Abrió las manos como para comenzar a esbozar una excusa para su conducta. Él no la dejó hablar.
—Es la última vez. —La miró fijo y entornó los ojos—. Los socios no están dispuestos a seguir cubriéndote. Si no puedes seguir esa regla básica deberías pensar en cambiar de profesión. El derecho es forma y si no puedes cumplir con la forma entonces deberías…
—No hará falta… —dijo ella de repente—, no volverá a suceder.
—Más te vale —interrumpió él, ahora visiblemente molesto. Miró su reloj pulsera. Los clientes estaban esperando hacía un buen rato en la principal sala de reuniones.
—Ahora decime qué pasó para que llegues tarde hoy también —dijo él y sonrió para sus adentros mientas observaba su rostro maquillado en exceso.
Ella miró hacia abajo. Se sentía algo avergonzada y no supo qué contestar.
—Otra cosa —dijo él sonriendo— si vas a mentir descaradamente, asegurate de haber pensado de ante mano la mentira. —Se levantó de la silla y se acercó a ella—. Anda a pedirle algo para desmaquillarte a alguna de las chicas —le susurró al oído y se fue.
Paula sonrió aliviada y se juró nunca más volver a llegar tarde. Al menos al trabajo. De repente miró a su alrededor. Las secretarias caminaban de un lado al otro con las manos llenas de carpetas. En una mesa contra la ventana había varios vasos de plástico y una pequeña torta de chocolate. Paula recordó que aquel día era el cumpleaños del muchacho de sistemas. De repente, se acercó una de las secretarias y se llevó la torta con mesa y todo. Era evidente que no debía haber nada fuera de lugar. A unos pocos metros uno de los abogados que también participaría en la reunión la miró fijo y encogió los hombros.
—¿Qué haces ahí parada? Hace un buen rato que todos están la reunión —le dijo con el rostro serio.
—Estoy esperando al Dr. Gaztizabal —respondió ella y al girar la cabeza vio que él estaba en su oficina, con la puerta abierta y la vista fija en su ordenador. Tenía una mano sobre el escritorio y la otra sobre el ratón, pero ambas estaban inmóviles. Se preguntó si lo mejor era esperarlo o entrar directamente a la sala de reuniones e interrumpir lo que sea que estuvieran hablando.
Gaztizabal levantó la vista y vio a Paula. Le hizo un gesto y se puso de pie. Paula dio un paso hacía él y el abogado extendió una carpeta que tenía en la mano.
—Dale esto en mano a la doctora Invernizzi. Sentate y escuchá. No hables. No digas nada. Se nota que estás nerviosa y no quiero que arruines esto.
Paula no dijo nada. Tomó la carpeta y se dirigió a la sala de reuniones. Mientras caminaba por el pasillo que separaba los despachos de la sala, se observó las manos bajo las luces blancas del lugar. Tenía las uñas rojas y la piel pálida. Se sacó los anillos que llevaba y se los guardó en el bolsillo. Se pasó la mano por el cabello y se detuvo en la puerta de la sala. Estaba incómoda. Se rascó el cuello y tamborileó los dedos contra su abdomen.
Adelante, se dijo a sí misma y dio un paso al frente. Justo cuando apoyaba la mano en el pomo sintió unos pasos que retumbaban en el pasillo a sus espaldas.
—Paula, Paula —dijo Gaztizabal bajando el tono de voz para que no lo pudieran oír desde adentro.
Ella lo miró sin decir nada.
—Mejor no entres. Hay un cliente y yo no tengo tiempo de verlo.
—Pero… —intentó protestar Paula.
—Pero nada —la interrumpió él—. Vas allí y escuchas la consulta que el cliente tiene que hacer. Luego me pones al tanto.
La mujer asintió con la cabeza. No tenía sentido intentar hacerlo cambiar de opinión. Después de todo, ella tampoco quería estar en esa reunión. Simplemente se preguntó porqué no podría otro letrado atender a esta persona. Paula giró sobre sí misma y comenzó a caminar. Cuando había avanzado unos metros se dio cuenta de que aún tenía la carpeta en la mano. Volvió a girar para entregársela a su jefe. Se acercó en silencio y lo vio justo doblando el pasillo. Él estaba de espaldas y hablaba por el móvil.
—Sí, no te preocupes. —Hizo una pausa—. La va a atender la peor abogada del estudio. Una que está en otra cosa. Sí, sí. —Otra vez dejó de hablar—. No pasa nada. Esta tipa tiene la cabeza en su divorcio. Es completamente inofensiva. Lo mejor que nos puede pasar es dejar este asunto es sus manos y lo va a arruinar ella solita —dijo casi en un susurro.