Paula, de pie con la carpeta en la mano, no sabía qué hacer. No había querido escuchar la conversación, pero tampoco se movió una vez que comprendió de qué estaba hablando su jefe. Dudó por un segundo y luego se dio vuelta y se apresuró a perderse por el pasillo.
Fue a su despacho y se sentó en su escritorio. En el camino se cruzó con varios colegas pero ni siquiera los miró. A ellos les dio la sensación de haberse cruzado con un fantasma. Estaba blanca como una hoja y eso hacía más chocante el contraste con el maquillaje que no había logrado quitarse por completo.
Suspiró. Intentó mover el cuello a ambos lados y sintió un tirón fuerte en el lado derecho. Maldijo en voz baja. Volvió a intentarlo pero el dolor se agudizó. En ese momento distinguió, en una mesilla cerca de la puerta, una fotografía que tendría que haber archivado antes. Se puso de pie y se acercó allí. Tomó el portarretrato de plata y quitó la fotografía. La miró fijo. Su ex marido sonreía, abrazándola bajo el sol del verano cubano. Paula tenía los ojos entrecerrados, el sol le daba de lleno sobre el rostro. Lucía un bronceado envidiable. A su lado, la blancura de Gustavo, su ex, le daba a la foto cierto aire cómico. Él tenía el cabello rubio y los ojos más azules que alguna vez hubiera visto. Demasiado rubio y demasiado blanco, pensó. Se preguntó qué era lo que había visto en él la primera vez que lo vio. No tuvo tiempo de elaborar una respuesta ya que su secretaria entró justo en ese instante.
—Hay un cliente. El doctor Gaztizabal dijo que la verías vos.
Paula asintió.
—Hacelo pasar —dijo y volvió a poner el portarretrato en la mesa. Caminó hasta su escritorio y esperó al cliente de pie.
Se llevó una gran sorpresa al ver que el cliente al que estaba esperando era una monja. Sonrió. No supo por qué pero la enterneció la imagen de la mujer caminando lento, con el rostro ajado como un pergamino y el cabello cano recogido hacia atrás en una cola de caballo atada con un gran moño blanco.
—Hermana —dijo Paula y extendió la mano—. Mucho gusto.
—Soy la hermana Restituta —respondió y le apretó la mano. Sintió la piel suave de Paula y sonrió.
—Siéntese hermana —dijo Paula devolviéndole la sonrisa.
Restituta se sentó con dificultad. Le dolía todo el cuerpo. Intentó disimular pero una mueca de su boca la delató.
—Bueno… doctora. Le comento un poco a lo que he venido. —Paula notó que la mujer no era argentina por su acento.
En ese preciso instante Gaztizabal se asomó al despacho sin golpear.
Paula desvió la mirada de los ojos de la religiosa y los clavó en los de su jefe.
—¿Qué ocurre? —preguntó con mal modo. No se le iba a olvidar tan fácil que se había referido a ella como la peor abogada del estudio.
—Paula, querida… —dijo él y puso un paso dentro del lugar.
Paula hizo un gesto con la cabeza para que se detenga.
—¿Qué necesitás? —le preguntó con los ojos entornados.
—La carpeta —respondió él y acompaño la frase dibujando el objeto en el aire con el dedo índice.
—No la tengo. La dejé con alguna de las secretarias —mintió ella.
—¿Con quién?
—No sé. Estaba apurada. Preguntá por ahí.
Él forzó una sonrisa y cerró la puerta con delicadeza. Apenas su figura desapareció de su vista, tomó la carpeta de arriba de su escritorio y la guardó en un cajón. Volvió a sonreírle a Restituta y la invitó a seguir hablando con un gesto.
—Como verá, soy una mujer religiosa —evitó deliberadamente decir la palabra monja porque no sabía si la abogada era creyente y sabía que había gente que no apreciaba a aquellos que dedicaban su vida a Dios—, pertenezco a la Congregación Notre Dame de Namur. —Hizo un silencio para ver si la mujer reaccionaba al nombre de su congregación, pero Paula permaneció inmutable—. Hace más de treinta años que estamos instaladas, seremos unas veinticinco personas, en Brasil. En el estado de Pará, en pleno amazonas.
Paula asintió y se rascó un ojo. Pensó que el acento de la mujer no parecía brasileño. Creía que era de algún sitio de Estados Unidos. Examinó su rostro. Podía darse cuenta de que había sido rubia, sus cejas y pestañas eran prácticamente invisibles. Tenía los ojos verde claro, aunque Paula se dio cuenta de que estaban comenzando a perder color por las cataratas.
—Hace tiempo que estamos siendo víctimas de varias campañas en contra de nosotros. Hemos sufrido, y estamos sufriendo, hostigamientos de todo tipo. —Se le nubló la vista—. Y cuando digo de todo tipo, eso es exactamente lo que quiero decir. Queman nuestras casas, nos persiguen, nos golpean. Nos asesinan.
Paula entornó los ojos. Se preguntó porqué la mujer estaba contándole todo esto. Hizo un gesto con la mano para que dejara de hablar.
—Lamento mucho lo que están sufriendo allí, lamento de corazón que les hagan la vida imposible —carraspeó— pero si esto que me contas sucede en Brasil me temo que lo mejor sería que hablaras con algún abogado de allá. —Tomó su móvil—. Si me das un minuto puedo pasarte los datos de un colega que trabaja en Río de Janeiro —comenzó a tocar el teclado en busca del teléfono de su contacto.
—No, no, no. Gracias por el ofrecimiento. Ya he hablado con decenas de abogados en Brasil y nadie puede ayudarnos. Nadie hará nada porque hay mucho en juego.
Paula se encogió de hombros. Estaba perdida. No sabía cómo podía ayudar a esa mujer que le inspiraba tanta ternura.
—El Amazonas es, quizás, el pulmón más importante del planeta. El lugar está siendo arrasado, aniquilado por la deforestación ilegal. Nadie hace nada. Solo nosotros. Lo que podemos, pero no es suficiente. Siete millones de kilómetros cuadrados. —La miró fijo a los ojos—. Ese es el tamaño del Amazonas. Es grande, pero no es infinito. Van a destruirlo por completo. Y no va a haber vuelta atrás. Millones de especies de animales, plantas, aves desaparecerán para siempre. Pueblos enteros. Humanos. La industria maderera es implacable con el medio ambiente. —Hizo una pausa para tomar aire—. Con el mundo. Si no comenzamos a hacer un uso sustentable de las reservas naturales, esta generación va a pagar las consecuencias. Las primeras consecuencias de muchas. Se calcula que cada año, el Amazonas pierde más de 24.000 kilómetros cuadrados de bosque. —Hablaba con pasión, levantando la voz, como si estuviese hablando de lo único en la vida que la apasionaba—. Si no les importa el medio ambiente, deberían importarle la gente, o los pájaros, o lo que sea. Pero ahí, en el medio de la selva, es donde la vida fluye. Y, aunque mucha gente no lo vea, cortar un árbol es mucho más que cortar un árbol. Es asfixiar un poquito al mundo. Aunque vivas en Europa y no sepas dónde queda Brasil.
Paula tragó saliva. Había escuchado varias veces sobre los problemas de la deforestación del Amazonas y se sintió mal al ver que una monja anciana estaba haciendo más por salvar el mundo que ella. Apoyó los codos sobre el escritorio y puso el rostro entre las manos.
—Hace unos años, en el año 2004, unos sicarios enviados por unos madereros asesinaron a la hermana Dorothy. Hace dos días asesinaron a otra hermana, la hermana Alice.
—Ah —dijo Paula—. Lo que no me queda claro es en qué puedo ayudarla yo hermana.
—Queremos justicia.
—Por supuesto, pero me temo que eso deberá buscarlo en los tribunales de Brasil…
—Allí no tendremos justicia. —Se pasó la mano por el cabello cano—. Las hermanas Dorothy y Alice han muerto por defender a los sin tierra, por defender los planes de desarrollo sustentable. Han muerto por querer lograr un mundo mejor. Solo un mundo más justo.
—La entiendo. Juro que la entiendo pero…—dijo Paula que seguía sin poder ver cuál era el punto de la reunión.
—Tengo entendido que hay un principio que se llama Principio de Justicia Universal, por el cual se puede juzgar delitos cometidos en otro territorio. Sabemos que hubo procesos abiertos en Argentina por los crímenes cometidos en España durante el franquismo.
—Pero ese principio se utiliza, por lo general, para juzgar crímenes de lesa humanidad.
—¿No es de lesa humanidad asesinar a una monja por defender el medio ambiente? ¿A cuántos tienes que matar para que algo sea considerado lesa humanidad? ¿No es de lesa humanidad, acaso, destruir lo único que hace este planeta habitable?
Paula se echó contra el respaldo del sillón. La hermana Restituta tenía razón. Después de todo, el crimen que se había cometido perjudicaba al mundo entero. No eran simplemente asesinatos. Esos muertes eran producto de la codicia. Se preguntó, de pronto, por qué Gaztizabal querría que ese caso cayera en manos de la peor abogada del estudio. Miró al cajón donde estaba la carpeta que su jefe le había estado pidiendo hacía un rato. Lo abrió y la sacó. Le pasó la mano por la solapa.
—Está bien hermana, déjeme ver qué es lo que puedo hacer.
—Gracias, querida —dijo la mujer con una sonrisa franca—. No sabes lo importante que es esto para nosotras.
—Es importante para todos, hermana. Y es hora de que el mundo se entere.
La mujer se dirigió hacia la puerta. Paula la miró. Parecía aún más pequeña que cuando la vio entrar. Le resultó extraño pensar en esa mujer en el medio de un pueblito perdido del Amazonas luchando contra la industria maderera. La mujer cerró la puerta al salir y Paula cerró los ojos al mismo tiempo. No sabía exactamente por qué, pero se sentía bien. Por primera vez en mucho tiempo sentía un desafío en su vida, sentía que volvía a interesarle su profesión. Un ruido la sobresaltó y abrió los ojos.
Gaztizabal la miraba cruzado de brazos desde la puerta. Tenía cara de pocos amigos. Entonces supo que estaba en problemas. Y no se equivocaba.