La maravillosa ciudad de las Mil y Una Noches se encontraba en ruinas. Las obras de Averroes que aún no habían terminado de estudiarse estaban perdidas o destruidas. El horror era infinito. Las pérdidas eran infames.La única manera de lograr barrer las cenizas de ese hueco cultural era con el dinero que lo había provocado. Sin la ayuda de Occidente, la Biblioteca sería solo un gran recuerdo del esplendor árabe.
El coleccionista
Capítulo 9 (continuación). Las ruinas de la ciudad de las Mil y Una Noches.
Michael sentía un nudo en la garganta. La maravillosa ciudad de las Mil y Una Noches se encontraba en ruinas. Pensó en la cantidad de libros que se habían perdido y en todos los desastres que aún le tocaría presenciar.
Entre muchas otras, las obras de Averroes que aún no habían terminado de estudiarse estaban perdidas o destruidas. Michael negó con la cabeza mientras un torbellino de terror se apoderó de sus pensamientos. Se imaginó a Ibrahim intentando detener a las fieras cuando se abalanzaban sobre los antiguos objetos. Pudo sentir su irremediable dolor y por un instante creyó que era mejor que su amigo no hubiera sobrevivido; no si lo que había que ver era ese infinito caos que penetraba por los ojos y comprimía el corazón.
El horror era infinito. Las pérdidas eran infames. Y allí estaba él, junto con su grupo de colaboradores, con la ingrata tarea de evaluar los daños. Como si fuera posible plasmar en un papel la inconmensurable pérdida de tantísimos años de historia.
Michael se arrodilló. Tomó un papel quemado del suelo. Se lo apoyó en el pecho, cerró los ojos y comenzó a sollozar. El infierno era mucho más aterrador cuando uno estaba allí mismo.
Tim se arrodilló junto a él y paseó la vista por todo el lugar. Respiraba de forma entrecortada. Tenía ganas de consolar a su amigo, pero sabía que apenas dijera una palabra estallaría en un colosal llanto.
—Perdón —dijo Tim con la voz más baja que podía articular y se tapó la cara con las dos manos.
Michael abrió los ojos de repente, se dio vuelta y se quedó observando a su compañero. Mayra, que estaba evaluando el daño en las paredes, les gritó desde lejos.
—Vamos arriba.
Michael se incorporó y comenzó a caminar hacia la imponente escalera de concreto. Perdón, perdón, perdón, en su mente resonaba la palabra que Tim había pronunciado minutos antes. ¿Por qué habría pedido perdón?
Antes de que Michael pudiera darse cuenta, Tim estaba saliendo del edificio. Se dirigió a los soldados que estaban allí apostados. Dos soldados con aspecto latino estaban hablando con caras adustas.
—¿Dónde está el soldado Duncan?
—¿Quién es usted? Identifíquese.
—Un amigo de él. ¿Dónde está?
—Fue abatido en combate ayer —dijo el soldado de aspecto mayor.
Las obras de Averroes que aún no habían terminado de estudiarse estaban perdidas o destruidas. El horror era infinito. Las pérdidas eran infames
Tim se llevó una mano a la nuca y, por un instante, puso los ojos en blanco. Luego corrió por la cuadra con rapidez intentando aplacar el intenso ardor que se le engendraba en la boca del estómago. Comenzó a buscar un teléfono pero la telefonía pública de Irak estaba completamente dañada.
Debo avisarle, debo avisarle, repetía en su mente. Se dirigió a donde estaba estacionada la camioneta que los había trasladado y se acercó a Anwar.
—Debo regresar al hotel —dijo—, necesito un teléfono.
—Puede usar este si desea —Anwar le mostró un teléfono satelital.
—¿Es una línea segura?
Anwar se encogió de hombros.
—Está bien, démelo.
El chofer se lo entregó y él marcó rápidamente un número.
—Duncan está muerto —dijo Tim.
Anwar miró al pasajero, que parecía estar escuchando atentamente a su interlocutor, por el espejo del vehículo.
—Consigue las cosas inmediatamente y sal del país —susurró una voz del otro lado con un inglés algo trabado—. Y esta vez no falles.
El coleccionista (Novela)
Cuando una muchedumbre enardecida saquea la Biblioteca Nacional de Irak en 2003, Ibrahim, el director, intenta salvaguardar su mayor secreto, un mapa que lleva a la tumba de Alejandro Magno.
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