Mariana se preguntó qué era todo eso. Eso que aparecía en sus sueños y que ella no tenía ni idea cómo había llegado a ocupar un lugar en su mente. Una reja. Una reja que separaba el asfalto de un césped completamente verde. Apenas más adelante, una línea. Una línea amarilla pintada en el asfalto y un pájaro que volaba siempre en zigzag y cruzaba de un lado al otro. Detrás, mirándolo todo, un hombre.
Un hombre vestido con un ambo celeste.
Ella se despertaba en plena noche, aterrada por aquel sueño. Ese sueño que no llegaba a ser una pesadilla pero que la asustaba. Nunca lograba recordar más que imágenes inconexas. Intentaba, en vano, hacer una lista de las cosas que veía para lograr darle algún mínimo sentido a todo aquello. Hasta se había llevado una hoja de papel y un lápiz a su mesa de luz. Y cada vez que se despertaba anotaba algo de ese sueño.
Así supo que había una reja, césped, asfalto, una línea amarilla, un pájaro y un hombre. Pero por más que intentaba construir esa lista de elementos con algún tipo de sentido, no lo lograba. El sueño se escapaba como una nube, la esquivaba. Solo permanecían elementos que no le decían nada. No lograba encontrar un hilo conductor en todo aquello. Y lo intentaba y lo volvía a intentar, como si repasar las palabras que anotaba en esa hoja pudieran, de repente, nutrirlas de un significado desconocido.
Así pasaron días, y hasta meses. Meses en los que ella soñaba y volvía a olvidar. Y cada vez que se despertaba pasaba varios minutos intentando recordar qué mundos había recorrido en sus sueños. A veces lo lograba, la mayoría no. Pero esa lista que descansaba en su mesa de luz la perseguía como si tuviera vida propia. Y cuando pensaba que ya no volvería a ver a ese hombre vestido de celeste, entonces una noche volvió a aparecer. Junto con la reja, el césped, el asfalto, la línea amarilla y el pájaro. ¿Quién era? ¿Lo conocería? ¿Por qué se presentaba en sus sueños una y otra vez?
No lo sabía. Y esa situación la comenzaba a volver loca. Cada noche pensaba ese tipo. Por momentos podía recordar su rostro como si lo estuviera viendo en ese momento. Y apenas un segundo después lo olvidaba. Cerraba los ojos, apretaba los párpados, rogando que esa imagen volviera a ella. No sabía por qué, pero tenía miedo de olvidarlo. De que, de repente, aquel hombre de celeste se transformase solo en una palabra en una hoja en blanco.
Y las noches pasaban, y el hombre iba y venía y la angustia de Mariana crecía y la ocupaba. Ocupaba su cuerpo y su mente. De repente, ya no quería trabajar, no quería comer. Solo quería dormir y soñar con él. Quería cruzar la reja y tomarlo de la mano. Quería preguntarle cómo podía ayudarlo. Salvarlo. No sabía de qué, pero tenía que salvarlo.
Aquel hombre de ambo celeste la dominaba, se había apropiado de sus noches y de sus días.
Tiempo después, la hija de Mariana vino a visitarla y la notó exaltada. La vio pálida, demacrada, demasiado flaca y sucia. Le pareció que aquella señora no se parecía en nada a su madre. Ella gritaba, agitada, que necesitaba a encontrar a un hombre, le preguntaba a su hija dónde estaba, le rogaba que se lo dijera. Su hija quería llorar, muy a su pesar tuvo que reconocer que Mariana estaba perdiendo la razón.
Llamó a una ambulancia y enseguida llegaron varios hombres vestidos de celeste para llevársela. Mariana no comprendía a dónde iba, ni quiénes la acompañaban, pero tampoco le importaba. Miraba hacia todos lados, convencida de que, desde algún lugar, aquel hombre iba a aparecer a explicarle todo lo que ella no entendía.
Al día siguiente, su hija volvió a su casa para buscar ropa para llevarle al hospital. Puso varias cosas en un bolso y se acercó a su mesita de luz. Mariana le había rogado que le llevara un papel que estaba allí, una lista escrita de su puño y letra. Se lo había pedido casi llorando, rogando. Y a ella no le pareció humano negarse.
Y allí, justo debajo del velador, vio un papel. Ese papel que parecía tan importante para su madre. Apenas un papel en blanco.