Tomé tres manzanas y las puse sobre la balanza.
–Las pago yo —le dije a la chica que atendía y se las extendí a la mujer que estaba al lado mío. La señora hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza.
—Son para mis nietos, vienen hoy a visitarme de afuera. Hace como dos años que no los veo.
Yo le sonreí. Ya había escuchado toda la conversación un ratito antes, sobre sus nietos, la hija que quedó en Argentina y a la que ve poco, la soledad de no tener a su familia los domingos como antes. Por eso me pareció que podía darme el lujo de pagarle medio kilo de manzanas a la señora. Y ella pareció agradecerme con los ojos brillantes y achinados. Se fue con su bolsita raída caminando en una especie de zigzag muy lento.
Yo pagué mi mercaderia y salí. Levanté la vista y todavía podía verla. Yendo, a paso cada vez más lento, el sol se reflejaba en su pelo como si fuera nieve. Me quedé un buen rato mirándola hasta que desapareció en el horizonte.
Institivamente, metí la mano en la bolsa de compras y rebusqué entre todas las verduras llenas de tierra. Hasta que, por fin, sentí las manzanas y acaricié su cáscara. Suave, casi sedosa. Las tomé entre mis manos y volví a soltarlas.
Comencé a caminar, pero ya no podía soltar la imagen nebulosa de esa mujer. Traté de recordar sus ojos, pero los que vi no eran los suyos. Unos ojos oscuros rodeados de pliegues que miraban hacia abajo.Y algo entre esas manos. Algo que brillaba, o al menos a mí me parecía que tenía un cierto fulgor. Una tonalidad rubí, magia entre los dedos de esa persona.
Volví a meter la mano en la bolsa y clavé las uñas en la cáscara firme de la fruta. Seguí mi camino de manera automática, como si estuviera segura hacia donde iba.
© 2024 – Cecilia Barale
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