El reloj de la estación marcaba las 23:13 cuando Lucas subió al último tren de la noche. El andén estaba desierto, apenas iluminado por unas luces parpadeantes. Al entrar al vagón, sintió un viento que lo despeinó. Molesto, se acomodó el pelo y apretó su maletín contra el pecho.
Estaba cansado. Sabía que a esa hora no iba a viajar mucha gente, así que no se sorprendió cuando vio el interior casi vacío. Solo unas pocas personas esparcidas en los asientos, todas en un inquietante silencio. Lucas se sentó junto a la ventana, observando la ciudad desdibujarse bajo la lluvia. El tren avanzó con un traqueteo monótono. Tenía miedo de quedarse dormido, así que volvió a apretar el maletín contra su cuerpo.
Pasaron unos minutos y el ambiente seguía extrañamente quieto. Nadie hablaba, nadie se movía. Era como si estuviese solo, solo acompañado por el traqueteo del tren. Fue entonces cuando percibió algo extraño. El silencio era demasiado agudo, demasiado potente. El silencio lo molestaba.
De repente, como si alguien hubiera subido el volumen en su cabeza, escuchó su propia respiración resonando en sus oídos. El resto del vagón parecía estar en otra realidad, los pasajeros sentados parecían meras estatuas. Quietas y en silencio. Su corazón se aceleró. Se levantó lentamente y caminó por el pasillo. Nadie reaccionó a su presencia.
Se inclinó hacia una mujer de cabello oscuro que miraba fijamente al frente. «¡Disculpe!», murmuró, tocándole el hombro.
La piel estaba fría como el mármol.
Lucas contuvo un grito. Retrocedió, tropezando con un asiento. El tren avanzaba a toda velocidad, pero el exterior era un vacío negro, sin calles, sin luces. Solo oscuridad. Miro hacia donde estaba sentado apenas un minuto antes, su maletín había desaparecido.
Entonces, por el altavoz, sonó una voz distorsionada:
«Próxima parada…».
El nombre de la estación se perdió en un crujido eléctrico.
Lucas ya sabía que, fuera lo que fuera ese lugar, no debía llegar hasta allí.
© 2025 – Cecilia Barale
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