Luisa encontró un papel. Le pareció que era basura como tantas otras veces había encontrado revisando los cajones de su abuela. Pero, a diferencia de otras veces, no había hecho un bollo y lo había tirado. Esta vez lo miró, y leyó en voz alta lo que decía: “Juana, Calle Bilbao 848. El espejo”. Ella pensó que aquella sería la dirección de alguna de sus amigas, que muy probablemente, ya estuviera muerta.
Sin saber por qué, guardó ese papel por días y una tarde, antes de llegar a su casa, decidió desviarse y pasar por aquella dirección. Encontró el lugar enseguida y se detuvo frente a la puerta. Sintió que no podía seguir de largo, tenía que ver quién vivía allí. Estaba segura de que esa tal Juana iba a estar muerta, pero sentía que por algo había encontrado ella aquel papel y no otra persona.
Sin pensar demasiado, se acercó y tocó el timbre. Pasaron unos minutos y estaba a punto de marcharse cuando escuchó la puerta abrirse a sus espaldas.
Había una mujer joven, de unos veinte años, de pie, observándola.
—Hola, —titubeó— te va a parecer raro lo que te voy a decir pero encontré en la casa de mi abuela un papel con esta dirección y un nombre, Juana —dijo y le extendió el papel para que la mujer lo leyera con sus propios ojos—. Y, no sé, estaba acá cerca y me dio intriga pensar que…
—Pasa —respondió la joven mientras le devolvía el papel y se hacía a un lado para que Luisa pudiera ingresar a la casa.
Miró alrededor, la casa era humilde pero agradable. Tenía muebles antiguos y Luisa notó un cierto olor a humedad que siempre sentía cuando visitaba a su abuela.
—Estaba a punto de hacerme un café, ya vuelvo —dijo la mujer y le señaló un sillón para que la esperara allí.
Luisa esperó, paciente, que la joven volviera a la sala. De pronto, sintió algo que se movía en el suelo. Observó un gato bajo sus piernas, ronroneando. Ella acarició al bicho y le dio una sensación extraña al tocarlo, el animal estaba helado, como si hubiera estado jugando en la nieve o algo así.
Enseguida volvió la joven con una bandeja y dos tazas de café que dejó en la mesa baja justo frente al sillón donde estaba Luisa.
—Ojo, que está caliente —le informó.
Pero ella, que estaba nerviosa, enseguida tomó la taza entre sus manos. Le llamó la atención que no saliera humo de la bebida, pero cuando la probó estaba hirviendo.
Dejó el pocillo sobre la mesita.
—¿Conoces a esta tal Juana?
—Claro —dijo ella—. Juana soy yo.
Luisa sonrió y negó con la cabeza.
—Sí, pero no puede ser. Quizás sea tu abuela o algo así. ¿Se llamaba como vos? Por la edad no creo que seas vos.
—Soy la única Juana de la familia.
Luisa se quedó callada. Juana también.
Entonces el gato volvió a aparecer y, otra vez, se frotó contra las piernas de Luisa y caminó hasta un mueble muy antiguo que sostenía un espejo enorme, con un marco labrado en madera que debía costar una fortuna.
Luisa se levantó y fue tras el animal. El gato, de un salto, se subió a la mesa y quedó frente al espejo. Ella se acercó más porque no podía creer lo que estaba viendo. O, mejor dicho, lo que no estaba viendo. El gato no tenía reflejo, era como si no existiera.
Estuvo a punto de gritar, pero se contuvo. La invadió una sensación de vértigo. Tenía que salir de allí de inmediato. Cuando estuvo a punto de retroceder notó que Juana estaba justo atrás de ella, sosteniendo la taza de café. Sonreía.
Luisa volvió a mirar al espejo.
En lugar de dos mujeres jóvenes, vio reflejado su rostro lleno de terror y, detrás de ella, una mujer de unos noventa años la miraba impávida. Instintivamente, giró la cabeza. Y allí estaba Juana, la joven que seguía con el pocillo en la mano.
—Me voy —dijo con la voz temblorosa.
—Ya te abro, pero tomate el café que te lo hice especialmente.
La bebida seguía hirviendo, aunque la taza estaba helada, como el pelaje del gato. Luisa lo tomó de un sorbo, no quería pasar un segundo más allí. Apenas terminó la bebida, sintió que el pocillo se le deslizaba entre los dedos y caía al piso. Se rompió en mil pedazos, pero ella no pidió disculpas. Se fue hacia la puerta a paso rápido.
Antes de girar el picaporte, se volvió para mirar a Juana. Entonces sí pudo ver a una mujer joven y a un gato en el espejo.
Abrió la puerta y salió corriendo. Cuando llegó a su casa, metió la mano en el bolsillo y sacó el papel que había encontrado en lo de su abuela. Lo iba a romper, a quemar, a desparecer de alguna manera.
Pero cuando lo abrió ya no tenía ni un nombre ni una dirección.
El papel estaba completamente en blanco.
© 2024 – Cecilia Barale
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