Se sentaban siempre en la misma esquina. Daniel y Roberto. Los hermanos Casas. Daniel era unos cuatro años más grande, los dos eran rubios pero no se parecían en mucho más que en eso.
Recuerdo su historia algo turbulenta. El padre los había abandonado y habían quedado al cuidado de su madre cuarentona. Ella trabajaba sin parar, quedar al frente de una casa así, de golpe, sin previo aviso, era una presión para cualquiera. Mucho más para una mujer que nunca había trabajado fuera de casa.
De repente su vida fue trabajar horas y horas de lo que fuera. Los chicos, chicos aún, quedaban solos en casa. Mi abuela decía que bastante bien habían salido, a pesar de estar siempre solos.
Su casa era grande, dos pisos y toda blanca y con un balcón que daba sobre una calle en barranca; pronto la fue cubriendo una enredadera. En pocos meses, pasó de verse blanca a completamente verde, cubierta de hojas. Símbolo de que el hombre de la casa ya no estaba ahí para luchar contra la fuerza de la planta.
Yo volvía del colegio y ya Roberto estaba sentado en la parecita de su casa. Solo. Probablemente esperando a su hermano, ya que, si yo salía más tarde a pasear por el barrio, ya podía ver a ambos. Casi en la misma posición, sonriendo siempre. Saludaban y hablaban entre ellos. Parecían felices. Cuando yo volvía, ya sobre las ocho de la noche, seguían los dos en la misma posición. Todavía hablaban, todavía se reían.
La luz de la cocina de su casa estaba encendida, única indicación de que su madre ya había vuelto y ellos no estaban solos.
Yo no tenía mucha relación con ellos, más allá de un hola-chau, pero siempre me habían caído bien. Me parecían transparentes, felices. Y ser feliz en ciertas circunstancias es ir contra la naturaleza del mundo. Admiraba su sonrisa a pesar de no tener a su padre y de ver a su madre desgastarse día tras día tratando de poner un plato lleno sobre la mesa.
Yo era adolescente y la vida ya me parecía bastante gris. A diferencia de ellos tenía una familia entera en casa, pero la soledad ya se hacía presente por momentos.
Durante años, aquel era mi ritual de todos los días. Pasar por delante de ellos y saludarlos. Ellos me devolvían el saludo y seguían en su mundo. Ese mundo que solo era de ellos.
Cuando tenía veintiún años me mudé. Habíamos tenido una tragedia familiar propia y el coletazo de aquello era haber perdido la casa donde había nacido.
Me fui y por un tiempo largo decidí no volver. Era demasiado para mí. La nostalgia habitaba esas calles llenas de árboles, llenas de sombras. Los hermanos Casas eran parte de aquel paisaje de mi infancia. Eran tan eternos como los ladrillos de las casas, como los árboles de la barranca.
Esos primeros tiempos de no volver nunca a aquel lugar se transformaron en años. En décadas. Pasaba cerca pero siempre esquivando esquinas estratégicas para no meterme en los lugares donde había crecido. Donde había sido tan feliz, y también donde había estado tan sola.
Casi veinticinco años después de mi partida, volví. Me metí entre sus calles y bajé la barranca que tantas veces había subido. Pasé por mi casa, por mi ex casa. Estaba distinta, ahora tenía rejas y plantas diferentes.
Doblé y vi la casa de los hermanos Casas. La enredadera seguí ahí, quién sabe cuántas hojas habrían pasado por esas paredes en todos estos años.
Y entonces los vi. Sentados en la parecita. Todavía sonreían, todavía hablaban entre ellos. Los miré. Me pregunté si me recordarían. Me sorprendí cuando Daniel levantó la mano y me saludó. Roberto hizo lo mismo. Yo sonreí también. Hubiera querido detenerme y quedarme con ellos. Charlar de vaya uno a saber qué. Miré la casa, buscando una luz en la cocina. Todo estaba a oscuras. Los hermanos Casas habían envejecido, seguramente tanto como yo y probablemente la madre ya no estuviera allí.
Pero ellos permanecían en el mismo lugar, en la misma posición. Seguí mi camino sin mirar atrás. No me volví para mirarlos y tampoco volví a verlos. Imagino que aún siguen allí, en aquella esquina, sentados y riendo. Mientras ellos sigan ahí, sé que parte de mi infancia continua resistiendo el paso del tiempo.
© 2024 – Cecilia Barale
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