Cuento para una noche de tormenta

Sara miró por la ventana y se estremeció. El cielo iba tiñéndose de un color oscuro y plomizo. Era una de esas noches que podían ser la pesadilla de cualquiera. Estar sola no en casa nunca le había dado miedo, pero aquella noche estaba intranquila. Se acordó de que su abuela siempre decía que los animales presentían las tormentas. Y ella se sentía así, como un perro que sabía que algo estaba por ocurrir, pero también que era inevitable.

Se sirvió un vaso de cerveza, se acomodó en el sillón al lado de la ventana y buscó un libro, aunque sabía que le iba a resultar imposible concentrase en la trama. Después de leer y releer la primera página, corrió la cortina. El cielo tenía un tono cada vez menos negro y más violeta. Sara abrió la ventana y una brisa pesada y húmeda entró y le golpeó la cara.

Cerró los ojos y se propuso disfrutar de aquella noche que tenía toda la casa para ella sola. Encendió el televisor y trató de buscar alguna comedia. Le pareció que era una buena manera de contrarrestar el miedo a la inminente tormenta.

En ese momento, mientras ella presionaba los botones del mando para seleccionar una película, la luz se apagó. La brisa que soplaba un rato antes se había transformado en un viento implacable. Tanteando, buscó cerrar la ventana, pero no pudo. Supuso que había algo en la guía metálica que la estaba trabando, pero no se animó a buscar qué era.

Se alejó del sillón y de la ventana sin dejar de mirar hacia afuera. Escuchó un ruido detrás de la puerta. Aguzó el oído y, de golpe, se sintió asfixiada por el silencio. Ese silencio absoluto la envolvió y la apretó. Intentó moverse, pero parecía estar dentro de uno de esos sueños en los que uno quiere correr, pero no puede moverse.

Un pitido agudo en su oído la sorprendió y Sara gritó, pero solo porque quería asegurarse de que aún le era posible escuchar.

Cuando por fin pudo dar un paso hacia atrás, un relámpago iluminó la noche. Ella, todavía de frente a la ventana, estuvo segura de que una silueta la observaba desde afuera.

Una figura, apenas un contorno que la estaba acechando en la oscuridad. ¿Había alguien allí? ¿O su mente le estaba jugando una broma macabra?

Intentó buscar su teléfono móvil, no sabía muy bien para qué, pero fue la única forma que se le ocurrió para sentirse algo más segura.

Sin ver absolutamente nada más que una pared negra y compacta frente a sus ojos, se acercó hasta la mesa y tanteó. Nada.

Entonces la sobresaltó un trueno y ella trastabilló con su propia pierna y se tomó del borde de una silla para no caer. Antes de lograr incorporarse volvió a escuchar un ruido que ahora estuvo segura de que era alguien golpeando la puerta desde afuera.

Justo en ese momento, recién en ese momento, Sara escuchó que llovía torrencialmente. Como si de repente alguien hubiera subido el volumen de sus oídos y entonces solo pudiera escuchar el repiqueteo de las gotas contra el suelo. Otro relámpago iluminó la estancia y lo vio otra vez.

Ahora estaba segura.

Un hombre, ya no era simplemente una silueta, observándola. Tenía un paraguas abierto y miraba hacia adentro, inmóvil.

Ella gritó y corrió. Se encerró en el baño y comenzó a llorar. Estaba atrapada, no había escapatoria. Mientras lloraba, recordó que no había podido cerrar la ventana y se maldijo. Temblaba ella adentro y el viento afuera. Y mientras la lluvia seguía cayendo sin tregua, cerró los ojos. Los apretó con fuerza, como si eso pudiera protegerla del peligro que acechaba. Otra vez un relámpago, otra vez un trueno. Y ella seguía apretando los párpados.

Cuando los abrió, la noche ya había pasado. Se sobresaltó al ver que estaba en el baño, acurrucada sobre el inodoro. Buscó la tecla de la luz y la encendió.

Sin lograr articular pensamientos, Sara abrió la puerta y salió. Casi por instinto, se tocó el brazo. Notó que tenía arañazos. En otra circunstancia, ella se habría preguntado por aquellas heridas, pero en ese momento su cabeza aún estaba deconectada del mundo que la rodeaba.

No sabía qué hora era, tampoco le importaba. Se acercó a la ventana y miró hacia afuera. Seguía abierta, pero en la calle no había ningún indicio de la tormenta de la noche anterior. No había hojas desparramadas en el suelo y el piso estaba completamente seco.

Se llevó la mano a la boca y luego hizo fuerza para cerrar la ventana de una vez por todas. Seguía trabada. Ahora, con la luz del día, miró hacia abajo y vio algo que le hizo pegar un grito.

Allí, trabando la guía de la ventana, había un paraguas negro completamente empapado.

© 2023 – Cecilia Barale

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